miércoles, 13 de julio de 2016

La historia interminable. Una singularidad cuántica literaria

Texto: Rubén Muñoz Herranz en El electrobardo
Imagen: Jian Guo



Habitualmente utilizo en los talleres de narrativa del electrobardo el ejemplo de Michael Ende para ilustrar lo que es la memoria sensorial, la imaginación y todos los porqués que explican que no es necesario haber experimentado algo para hacer un uso narrativo de ello. 

¿Cuál es el conflicto central de La historia interminable? Una Nada que no deja de crecer ha surgido y hace desaparecer a los personajes y tierras del país de Fantasía. Ende no solo emplea esa Nada como elemento neurálgico de la trama de su libro: dota de vida propia esa no presencia que no habla, que no huele, que no se puede ver, palpar ni destruir. 

Pero está ahí, y cómo. Nos enteramos de ella por lo que cuentan los personajes de Fantasía, refugiados privados de su hogar ante su «destructivo» paso (entrecomillo el vocablo ‘destructivo’ porque los actos de la nada tampoco son destructivos, como sí lo serán los de Bastian cuando el libro avance: los actos de la Nada no se pueden catalogar, porque no corresponden a las categorías creativas que conocen los personajes de Fantasía). 

Y Ende ¿acaso puede ver, oler, palpar, tocar o experimentar la Nada? No, pero puede imaginársela. Algo muy importante que tantos siglos de racionalismo nos han propuesto ignorar, a veces creando convicciones tan verosímiles que parecen hasta naturales. 

¿Es necesaria la experiencia empírica para «crear» artísticamente? Siempre hay alguien que defiende: ¡¿Pero eso es algo que ya conocemos, todos experimentamos el vacío, el desánimo?! De nuevo no: sí experimentamos el vacío o el desánimo, pero son sensaciones y emociones, no la Nada. El DRAE nos dice de la nada que es el: 

No ser, o carencia absoluta de todo ser 

La única forma de experimentar la Nada sería viajar al no ser, a esa carencia absoluta que no tiene nada que ver con una emoción o una sensación humana. ¿Dónde está eso en nuestro universo? 

No está. Está en el no universo, en una singularidad cuántica que fue imaginada por el alemán Karl Schwarzschild (y seguramente por muchos otros y otras a los que no conocimos) y desarrollada por el coloso Hawking en su tesis posterior sobre los agujeros negros. 

Cuando una estrella combuste su núcleo de helio e hidrógeno pierde su protección ante la gravedad que ataca por arriba y por abajo hasta que la enana blanca colapsa, generando un campo de gravitación que succiona toda materia y energía a partir de su horizonte de sucesos. Feynman sostiene en su teoría de la sumatoria de trayectorias posibles que sí hay partículas (neutrinos y fotones) que consiguen escapar del no universo y polinizar la siguiente generación de estrellas. Hawking imaginó después qué sucedería cuando uno es succionado por ese horizonte de sucesos. Las hipótesis son muchas, pero como no podemos experimentarlas nos las imaginamos. Es mucho más sano que meterse dentro del agujero. 

Bueno, y ¿qué tiene que ver todo esto con la Nada? Pues todo. La única forma de experimentar esa Nada de la que habla Ende es estar dentro de ese agujero negro creativo que es la imaginación: ejerce de agujero negro porque succiona toda la experiencia vital, todo lo que nos parece utilizable, desechable, risible o considerable. A la imaginación le sirve todo lo que encuentra en la experiencia, claro, pero también lo modifica y lo crea todo. Hawking a menudo se ríe cuando lo llaman solipsista, veamos hasta qué punto es importante la imaginación que incluso la física moderna postula sus teorías y avances a través de juegos y propuestas imaginativas (Feynman y Hawking son, en esencia, dos niños juguetones).


¿Cómo da vida Michael Ende a la Nada? 
Utiliza un argumento sencillo y en apariencia mágico. Bastian Baltasar Bux lee un libro que lo incluye en las aventuras que viven los personajes dentro del libro. Bastian salva al país de Fantasía y es incluido así en la historia interminable, derrotando a la Nada una generación más. La trama o discurso del libro es, sin embargo, más compleja. 

La acción narrativa se desplaza desde el mundo «real» en el que Bastian lee el libro y soporta las reconvenciones de su padre y la ausencia de su madre (escuchando hasta la saciedad que «hay que poner los pies en el suelo») hasta el país de Fantasía en transiciones sutiles y divertidas, aunque a veces angustiosas debido a la omnipresencia muy creíble de lo que no existe y a que Atreyu no encuentra más que respuestas en apariencia genéricas durante su búsqueda. En un momento importante, la trama engulle a Bastian y ya no hay más transición a la otra realidad. 

Nos quedamos en Fantasía, porque La historia interminable está actuando ya como una singularidad cuántica. 

Bastian ha salvado Fantasía y, puesto que cada deseo suyo se cumple, se ha convertido en un héroe todopoderoso que pretende modificar todo lo que le disgusta o ve mejorable en Fantasía. Bastian está perdiendo el norte y el ego lo devora convirtiendo a sus amigos en apéndices de sus aventuras, a sus enemigos en estatuas o a criaturas inofensivas en enemigos jurados. Aunque piensa estar actuando por el bien de los demás, en realidad no modifica nada: solo tergiversa las modificaciones de otros que, como él, traicionaron su imaginación (salvó Fantasía solo con ella) y se desprendieron del presente para fantasear con la memoria de los tiempos (lo que pensarán de él las generaciones venideras, vaya).

Es un crimen quedarse solo en lo que cuenta la (aceptable) película de Wolfang Petersen, este no es un libro que se pueda pasar por alto: con su actitud Bastian está poniendo los cimientos para la nueva Nada, la que ha consumido la imaginación y la creatividad. El universo literario existe porque el creador o la creadora literarios le han dado forma; Fantasía está ahí desde siempre para que Bastian encuentre su camino, pero lo que Bastian interpreta es que si puede hacer cualquier cosa, también puede acomodar Fantasía a sus necesidades pueriles. 

Pero no puede, porque Bastian ya ha dejado de ser un hombre (niño) que utilizaba la imaginación para crear mundos y salvar Fantasía. Ahora es solo un personaje más dentro de la historia interminable y nada que haga puede salir de Fantasía.

Como todos lo hemos leído no hay sonrojo en anticipar el final (digo yo). Sus dos únicos amigos, por mucho que les ha decepcionado, se sacrifican por él para que pueda regresar a su dimensión. Una vez allí nos encontramos con la charla memorable que tienen el padre y el hijo, un padre con el que tiene tanto en común como lo tenía con los héroes fracasados de Fantasía: Bastian Baltasar Bux ha entendido. A partir de ahora creará sus propios mundos, porque un valiente guerrero siempre lucha contra la Nada. 

Y un escritor, valiente o cobarde, le da forma.

 — ¿No vas a decirme dónde encontrar las fronteras de Fantasía? ¡Tú también eres parte de Fantasía! ¡Desaparecerás!
— No puedo decírtelo, porque Fantasía no tiene fronteras —replicó Viento del Sur. 

Momo de Michael Ende

Texto: Beatriz Abad en Mecánico unicornio
Imagen: Marianna



Momo sabía escuchar de tal manera que a la gente tonta se le ocurrían, de repente, ideas muy inteligentes.

La pequeña Momo vive en un anfiteatro en ruinas, es huérfana y viste un abrigo masculino que le queda enorme. No posee nada, y tampoco sabe el nombre de sus padres ni la fecha de su nacimiento: «que yo sepa, siempre he existido», responde cuando le preguntan. Momo es una niña extraordinariamente sensible y tranquila, que posee una manera muy particular de escuchar, por eso los demás acuden a ella en busca de consejo. Sin embargo, ella no da ninguna orientación, no predica, ni siquiera les responde: se limita a dedicarles toda su atención. De esta manera, los hombres hallan por sí solos las respuestas a sus preguntas.

Como poco a poco va corriéndose la voz de las cualidades de Momo, alrededor del anfiteatro va consolidándose una comunidad de personas atraídas por la pequeña. Como recompensa a sus atenciones, la gente le lleva comida y algunos muebles para que su habitáculo, situado debajo del monumento, resulte más confortable. También llegarán niños de todas partes deseosos de jugar con ella, porque junto a Momo los viajes resultan siempre más fantásticos, los peligros más arriesgados y las aventuras más emocionantes.

Los Hombres Grises
Sin embargo, este clima de armonía y compañerismo irá desvaneciéndose a medida que unos mezquinos personajes, los Hombres Grises, logran convencer a todos los ciudadanos de que no despilfarren su tiempo, de que lo ahorren. Ellos, cicateros representantes del Banco del Tiempo, les explican que deben dedicarse únicamente a lo esencial: visitar a los amigos, jugar con los niños, enamorarse o charlar con el vecino son actividades superfluas que deben suprimirse para economizar los minutos, las horas y los días, con la promesa de que podrán disponer en el futuro de todo el tiempo acumulado. Hombres y mujeres, seducidos ante la perspectiva de poder disfrutar algún día de un merecido descanso, se entregan con entusiasmo al ahorro del tiempo, por lo que ya no acuden a ver a Momo, despachan sus tareas sin dedicación, a toda prisa, y ni siquiera pueden permitirse cuidar de sus hijos, que deambulan por la ciudad, abandonados.

Por supuesto, los Hombres Grises han mentido: en realidad, la gente no está ahorrando nada, ese tiempo no se deposita en ninguna parte y literalmente, el viento se lo lleva: los Hombres Grises lo secan, lo enrollan y se lo fuman. De esos cigarrillos depende su supervivencia.

Así, el mundo que habitan los personajes de Momo va transformándose en una pesadilla. Los ciudadanos suplen su falta de tiempo con la compra de centenares de cosas, un consumismo que confunden con el progreso, perpetrando así el engaño. Sin embargo, Ende no arremete contra los personajes, sino que utiliza la metáfora de los Hombres Grises para criticar el sistema, para hablar de la aniquilación del individuo frente a la estructura y la masa. Tal como aseguraba en una entrevista de 1984, «En un sistema como el nuestro, que solo valora lo que puede contarse, pesarse o medirse, no puede hallarse más que un aburrimiento mortal. Es esa especie de enfermedad de postración la que abruma a los personajes de Momo». En efecto, los personajes de esta historia han entregado las riendas a los conductores equivocados.

El espejismo de lo material
Un claro ejemplo de la vacuidad de las cosas nos llega en el capítulo séptimo, en el que un Hombre Gris intenta engatusar a Momo con Bebelín, una muñeca perfecta que habla. Sin embargo, Momo no se deja seducir porque, aunque Bebelín es preciosa, siempre repite las mismas frases y no es posible jugar con ella. La solución al aburrimiento pasa por adquirir más y más vestidos para la muñeca, aplicando la absurda fórmula de tapar un vacío con otro mayor. Tal vez una idea seductora para otros, pero no para Momo. Ella no desea poseer nada, y tampoco se siente atraída por la idea de ahorrar tiempo: precisamente tiempo es lo único que siempre ha tenido de sobra.

Momo es un maravilloso cuento protagonizado por una vagabunda y sus dos amigos más fieles: Gigi, un charlatán, y Beppo, un barrendero. Pero la inteligencia y la bondad de la pequeña la convierten en una heroína, en una princesa custodiada por un ingenioso bufón y un prudente consejero. El elenco se completa con el Maestro Hora y la enigmática tortuga Casiopea, que ayudarán a la protagonista en su lucha contra la tiranía de los Hombres Grises.

Momo se publicó hace más de cuarenta años, pero hoy se mantiene tan vigente como el primer día. Dirigida a un público infantil, todo adulto debería, sin embargo, leer (o releer) este pequeño gran libro que enfatiza el valor de la amistad, del amor y la generosidad, en oposición al consumismo, a esa manía de acumular cosas que no colma ningún vacío.


El rincón utópico o el por qué de la fantasía

Texto: Alberto Coronel en Juego de manos



En 1940 un Michael Ende de doce años recorría eufórico las calles bombardeadas de Múnich atraído por la luz de las llamas como una polilla. Hijo de una psicóloga y de un pintor surrealista a quien los nazis prohibieron seguir pintando por degenerado, creció en un mundo en que las fronteras entre lo imaginario y lo real, lo subjetivo y lo objetivo se fueron difuminando primero en su infancia, luego aparecerán dibujadas en sus obras en línea discontinua. Con La historia interminable se metería en los estantes de literatura juvenil de media Europa —estantería más, estantería menos—. Este 12 de noviembre Ende cumpliría ochenta y seis años, y no hubiese querido presenciar las razones por las que hemos movido a Momo de la sección de literatura juvenil para ponerla en la de literatura imprescindible.

Poco se conoce el pasado de Michael Ende en el «Frente Libre Bavariano», una organización clandestina antinazi, de cómo hacía de mensajero entre ciudades bombardeadas. No cuesta imaginarse a un joven Ende con poco más de quince años recorriendo el mundo con algún mensaje urgente como haría después Atreyu, cuidándose ambos muy mucho de no ser absorbidos por la nada

Tras pasar una década en el teatro, la poesía y escribir todo lo que fuere que se vendiere, nuestro autor se irá volcando cada vez más en la literatura fantástica y el cuento infantil. Alemania durante los años sesenta estaba en el apogeo del realismo social, por lo que Ende fue criticado por producir literatura de evasión o escapismo. Esta crítica denuncia el mirar las estrellas en aquellas trincheras sociales en que habría que pasarse el día a tiros. Para colmo, el zángano invita a los demás a hacer lo mismo. En esas andaba y en esas andamos. El bueno de Ende hace una prosa que compite en cristalina con Stefan Zweig, y con ella enfrenta el espíritu de la producción de prisa.Momo apunta al corazón de lo que Weber identificó como el espíritu del capitalismo. Y es que uno no tarda en percibir que la literatura de Michael Ende tiene su némesis en aquella ética del ahorrador de tiempo, azote del zángano y acumulador de riquezas. La literatura de Ende es una apología luminosa de los jardines del mundo interior contra el «y yo qué gano» y la ansiedad del «quién soy yo al fin y al cabo»; en defensa del hablar con la calma y vivir con esa tranquilidad que llena el tiempo.

En una entrevista publicada en El País en 1984, Jean-Luis de Rambures, le pregunta a Michael Ende si el país fantástico que describe no está «lejos de nuestra realidad». Ende responde:

Mis libros no son westerns. No hay que matar a los malos al final para que todo vuelva a estar en orden. No ataco a individuos, sino a un sistema (llámele, si quiere, capitalista) que está a punto (nos daremos cuenta dentro de 10 o 15 años) de hacernos caer en el abismo.

Vayamos ahora a 1987. Margaret Thatcher le concede una entrevista a la revista Woman’s Own para marcarse el siguiente solo de ideología que hoy es célebre munición de think tank:

Hemos atravesado un periodo donde a demasiados niños y a demasiada gente se les ha hecho pensar de esta forma: «¡Tengo un problema, la labor del Estado es resolverlo!». O «¡Tengo un problema, conseguiré un subsidio para resolverlo!». O «¡No tengo vivienda, el Estado debe dármela!». Al hacer eso trasladan sus problemas a la sociedad, y ¿quién es la sociedad? No existe tal cosa. Lo que existe son hombres y mujeres individuales, existen las familias. No hay Estado que pueda hacer nada sino es a través de las personas, y las personas se preocupan primero de sí mismas.

Poco después —y esto es algo que se ha revelado hace poco a los periodistas independientes de Juego de Manos—Thatcher recibe la noticia de que Momo anda por Londres. La orden es clara: «Esperad a que esté sola antes de hablar con ella. Y no falléis. Quiero estar liberando cosas mañana por la mañana».

Era ya de noche cuando Beppo y Gigi se marcharon. No pasaría más de una hora cuando el agente número BLW_,553_,3 se bajó del coche con un cigarrillo entre los labios.

Surge en primer lugar la pregunta siguiente —prosiguió el hombre gris—: ¿De qué les sirve a tus amigos el que tú existas? ¿Les sirve para algo? No. ¿Les ayuda a hacer carrera, a ganar más dinero, a hacer algo en la vida? Decididamente no. ¿Los apoyas en sus esfuerzos por ahorrar tiempo? Al contrario. Los frenas, eres como un cepo en sus pies, arruinas su futuro. Puede que hasta ahora no te hayas dado cuenta de ello, Momo, pero lo cierto es que, por el mero hecho de existir, dañas a tus amigos. En realidad, y sin quererlo, eres su enemiga. ¿Y a eso le llamas tú quererlos?
Momo no sabía qué contestar. Nunca antes había visto las cosas de este modo. Durante un instante tuvo la duda de si no tendría razón el hombre gris[1].

Ende y Thatcher son, para pensar lo social, dos polos antagónicos: Momo es cuidada por sus vecinos y ella cuida de todos, Atreyu es el hijo de todos al que envidia el pobre Bastián que es el hijo de nadie. Está claro: al neoliberalismo del yo divinizado se le resiste el lazo social, el que nos nombremos y comuniquemos con el lenguaje del otro y que nos haga falta siempre un buen nosotros. La sociedad existe, y también la Nada. ¿Qué nos van a decir con la que ha caído en España? Apoyándose también en Ende, Amador Fernández-Savater escribe en La política y la Nada: la España en crisis que el vacío creado tras el desahucio simboliza la expansión de la Nada, luego —y todavía mejor— que los desahucios se paran socialmente antes de pararse físicamente, por eso el neoliberalismo tiene que romper el cordón de brazos que cierra el lazo social, las redes de solidaridad y la cooperación colectiva; tiene que seducir a las personas una a una para convertir la sociedad en una jauría de personas-empresa. Cualquiera puede triunfar en el capitalismo, pero no todos. El método es la economía —le gustaba decir a Thatcher—, el objetivo es cambiar el corazón y el alma. ¿Cómo se cambia el corazón y el alma? Recordemos la historia de Fusi el barbero, a quien siempre le había encantado charlar con sus clientes y siempre había estado orgulloso de su manera, insuperable a su juicio, de afeitar a contrapelo. Pero hay momentos —dice Ende— en que uno se olvida de todo eso. Le pasa a todo el mundo.

¿Qué se ha hecho de mí? Un insignificante barbero, eso es todo lo que he conseguido ser. Pero si pudiera vivir de verdad sería otra cosa distinta.
Claro que el señor Fusi no tenía la menor idea de cómo habría de ser eso de vivir de verdad. Sólo se imaginaba algo importante, algo muy lujoso, tal como veía en las revistas. Pero, pensaba con pesimismo, mi trabajo no me deja tiempo para ello. Porque para vivir de verdad hay que tener tiempo. Hay que ser libre. Pero yo seguiré toda mi vida preso del chasquido de las tijeras, el parloteo y la espuma de jabón.
En ese momento se acercó un coche lujoso, gris, que se detuvo exactamente delante de la barbería del señor Fusi[2].

Las cuentas salen, pero no cuadran. Cuando el agente número XYQ_,384_,2 abandonó la barbería del señor Fusi, éste había sido brutalmente convencido de que si seguía haciendo las cosas que venía haciendo diariamente habría gastado ya todo el tiempo que le quedaba de vida. Horrorizado, el pobre Fusi entiende que las horas que dedica a ver a su madre, a charlar con sus clientes o a comer con calma le hacían perder un tiempo muy valioso.


Nadie se daba cuenta de que, al ahorrar tiempo, en realidad ahorraba otra cosa. Nadie quería darse cuenta de que su vida se volvía cada vez más pobre, más monótona y más fría.
Los que lo sentían con claridad eran los niños, pues para ellos nadie tenía tiempo.

Pero el tiempo es vida, y la vida reside en el corazón.
Y cuanto más ahorraba de esto la gente, menos tenía[3].

Los hombres grises, leales servidores del Banco de Tiempo le guardarán todo el tiempo que ahorre. Pero… ¿quiénes son los hombres grises? Momo lo sabe: quienes se fuman el tiempo de trabajo humano, que no es el tiempo que tienen, sino el tiempo que son.

Dicho esto podría sorprender que Momo fuese prohibido en la República Federal Alemana hasta que la Unión Soviética lo publicó, eso sí, con la censura de uno de los cuentos que relata Gigi de Marxenius Communus —Marjencio Communo en algunas ediciones—, un cruel tirano que quiso cambiar el mundo haciendo uno nuevo. Moviendo piedra a piedra, árbol a árbol, lo cambió todo utilizando los únicos materiales de los que disponía, y así no dejó sino otro idéntico (en el que están ustedes ahora mismo).

Desde Newton —le dice Ende a Rambures— nos hallamos cruelmente divididos en dos mundos: el de los objetos, llamado real, y el supuestamente ilusorio del yo. Para no seguir siendo un extraño, el hombre debe aprender de nuevo, como Goethe, a llamar de tú a la Luna.

Y esta es la lucha que libra Ende con su literatura para nutrir el mundo interior y llenar de estrellas nuestra intimidad. Nos invita a buscar la realidad desde la fantasía y mantener los mundos de fuera y dentro en equilibrio sin dejarnos llevar por unos ritmos de vida, de trabajo y de socialización que matan la imaginación. Utópico, sí, pero de otra manera, porque para Ende no hay patria humana posible fuera del lenguaje. La utopía se vive, no se hace. Primero se escribe: ¡alguien tiene que pronunciarla! ¿No lleva cada civilización un libro gordo bajo el brazo? En ese caso la fantasía o utopía no es un programa a realizar sino un espacio habitable que sólo existe cuando lo frecuentamos y se hace más grande cuanto más se visite; un espacio que llena patios maravillosos, cafeterías con terraza y colegios con calefacción, facultades con alumnos y hospitales sin aduanas; ese templo de lo común en el que siglo sí, siglo también toca expulsar a los mercaderes. Ese reino siempre asediado por la prisa donde reside el bendito derecho a un ratito más.


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[1] ENDE, M. (1988), Momo, Madrid, Alfaguara, pp. 93-94. 

[2] Op. cit. pp. 61-62.

[3] Op. cit. p. 74.


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