jueves, 16 de abril de 2015

Michael Ende: La historia interminable

Texto: Miguel en Libros prohibidos
Imagen: Wuselarts



Increíble es la mejor palabra para definir esta historia: increíble como cualquier buena historia de Fantasía (con mayúscula por una razón que descubrirá el lector que ponga sus manos en este libro, o se lo haya leído ya); e increíble por lo bien contada que está. Algunos/as me dijeron que se lo habían leído de pequeños y que les había encantado, pero que no sabían si les gustaría una vez adultos. Yo les digo, ¡sí! Esta historia es para todos los públicos, e incluso me atrevería a decir que sólo con una mente adulta uno puede sonsacar todos los paréntesis que esconde el autor detrás de sus palabras.

Voy a empezar hablando de la edición del libro. Rigidez es lo que me suscita. Sin embargo, como muchos conceptos ambiguos, rigidez buena. ¿A qué me refiero? Es original en que es raro encontrar una edición distinta de este libro, aunque haya sido publicado por otras editoriales. Cada capítulo empieza con un dibujo de una letra del abecedario, y de hecho, está escrito en 26 capítulos, de la A a la Z. De hecho, las ediciones que no sean fieles a la original no serían fieles a la propia historia…

Esta narración se puede dividir en dos partes bien diferenciadas: una primera parte que introduce al lector en dos relatos en paralelo, uno real y uno fantástico; y una segunda parte donde sucede algo inédito en la literatura, o al menos yo nunca he leído nada parecido. Si uno está muy inmerso en la historia y se pone en la piel del protagonista, Bastián Baltasar Bux, puede llegar a confundir Realidad con Fantasía.

La historia real comienza con Bastián, que es un niño regordete de unos 10 años, huérfano de madre y, aunque vive con su padre, olvidado por el mismo. Es un niño muy tímido, y es abusado por los demás niños del colegio, pero cuenta con una impresionante imaginación que no para de utilizar. Un día, huyendo de sus compañeros, Bastián se mete en la librería del señor Koreander, y allí encuentra un libro que le produce una atracción que él mismo no puede controlar: La Historia Interminable. Acto seguido, queriendo huir de toda realidad, Bastián se cuela en el desván de su colegio y empieza a leer. Aquí da comienzo la historia fantástica: se describe un mundo que está desapareciendo en la nada por razones desconocidas, y sólo Atreyu, el cazador de piel verde oliva designado por la Emperatriz Infantil -algo así como la “gobernanta” de ese mundo, pero nada que ver con nuestros gobernantes- puede emprender la aventura para resolver el problema.

El libro esconde una verdad a voces: la relación entre lo real y lo imaginario es mucho más importante de lo que pensamos. Este tipo de libros es el que anima al niño a imaginar, y al adulto a recuperar la imaginación perdida con los años. Además, también encontraremos reflexiones acerca del poder y las mentiras, de la tentación y de la corrupción, o incluso también roza, por momentos, el individualismo y el colectivismo. Todos ellos son temas muy importantes que se deben tratar con los niños –y con muuuuuchos adultos- a la hora de educarlos y que no hay mejor manera que con historias o cuentos como el que aquí se presenta.

“…Uno, sin embargo, no lo logró a tiempo, y la monstruosa ave se precipitó sobre él con un grito, cogió al desgraciado y se lo llevó en el pico.
Cuando el peligro había pasado, los yskálnari salieron de nuevo y continuaron el viaje con su canto y su baile, como si nada hubiera pasado. Su armonía no se había visto afectada, y no se lamentaron ni se quejaron, ni dedicaron una sola palabra a comentar el hecho.
- No -dijo uno cuando Bastián lo interrogó al respecto-: no nos falta nadie. ¿Por qué tendríamos que lamentarnos?
El individuo no contaba para ellos. Y, como no se distinguían entre sí, ninguno era irremplazable. Sin embargo, Bastián quería ser un individuo, alguien, no sólo uno como los demás. Quería que lo quisieran precisamente por ser como era. En aquella comunidad de los yskálnari había armonía pero no amor.”

En el mundo en el que vivimos actualmente, el niño ya casi no imagina: las historias a las que tiene acceso son dadas por imágenes (sean de televisión o de videojuegos, que son los dos emisores más importantes), y ya casi no se fomenta la lectura en ellos, y por tanto, el uso de la imaginación propia. Goya, en uno de sus cuadros de la serie “Los Caprichos”, adjunta la frase “el sueño de la razón produce monstruos”. Yo ahora quiero actualizar esa frase de hace 200 años y hacer que vuestras mentes mediten lo siguiente: ¿qué produce el sueño de la imaginación? ¿Qué tipo de mundo nos espera si los niños ya no inventan?

¡IMAGINACIÓN AL PODER!


miércoles, 15 de abril de 2015

Michael Ende, el escritor de los niños-adultos

Texto: Juan Carlos Olivares en Biblioteca virtual de prensa histórica
Imagen: Fransesc Grimalt en La madriguera



El éxito de la obra de Michael Ende, entre los públicos de todas las edades, radica en que el autor simplemente trata al lector menor como un adulto con la mente abierta a otros mundos. Este respeto por el destinatario final de su obra, sea niño o adulto, se refleja en una serie de claves constantes en los textos de Ende, como son el tratamiento literario de la soledad de los niños; del miedo, entendido como una de las emociones que convierten en humana, la existencia; de la eternidad perdida por la conciencia del tiempo, o de la arquitectura como instrumento para construir espacios imaginarios. Todo ello analizado en este artículo, concebido como homenaje al escritor bávaro muerto el pasado mes de agosto, que deja tras de sí una obra que, como pocas, es patrimonio de pequeños y grandes.

Los adultos tienen una extraña relación con la literatura etiquetada como infantil o juvenil. Su acercamiento se produce sólo como transacción económica en una librería para pasar inmediatamente a manos de su destinatario final. Cuando surge la excepción, cuando la obra queda confiscada en manos del habitual intermediario, las convenciones se derrumban y las preguntas acechan a las mentes preclaras y maduras. Ocurrió con Michael Ende, el escritor alemán, fallecido el pasado verano, que derrumbó tópicos con los éxitos intergeneracionales de Momo y La historia interminable.

Con Ende los padres se apropiaron de la literatura de sus hijos. En su obra encontraron un grado de imaginación en estado puro que les ofrecía la posibilidad de reencontrarse con esa fantasía que habían deseado en su infancia y que nunca descubrieron en aquellos cuentos higienizados que ocuparon durante unos años las primeras estanterías de su vida. El autor de Jim Botón y Lucas el Maquinista simplemente trataba al lector menor como un adulto con la mente abierta a otros mundos. Un respeto que se refleja en una serie de claves constantes en la obra de Ende, entre ellas la soledad de los niños de la era consumista, la riqueza literaria del miedo, la eternidad perdida por la conciencia del tiempo o la arquitectura como instrumento para construir espacios imaginarios.


Hijos únicos

Ende no escribe para un lector abstracto; refleja en su obra experiencia personal y conocimiento de su entorno. Autor de la opulenta Alemania del milagro económico de la posguerra, alimenta su obra con niños-héroes habituados a sobrellevar la soledad a través del filtro de la fantasía. La estructura familiar tradicional, dominante hasta la caída del III Reich, desaparece con la misma velocidad con la que los alemanes deciden que su objetivo prioritario es olvidar el horror a través del valium que produce el consumo terrenal. En esa carrera por satisfacer las necesidades inmediatas –y lo superfluo se hace imprescindible- se reduce el núcleo familiar a su mínima expresión, una evolución que tiene su reflejo en la literatura infantil: mitificación del abuelo-abuela y protagonismo casi absoluto de los hijos únicos en las historias.

A finales de los años 60 –precisamente cuando Ende decide instalarse en Roma- el modelo de vida escogido por la sociedad alemana termina por cristalizar y comienzan a surgir personajes nuevos como los Schlüsselkinder (niños de las llaves), escolares que andan por el mundo con las llaves de sus casas colgadas del cuello. En sus hogares, al finalizar la escuela al mediodía, nadie les espera. No es difícil extrapolar esas figuras a la personalidad de los protagonistas de los relatos de Ende. Momo, Lena o Bastian son niños que han asumido la condición de su infancia solitaria como un estado natural en sus vidas. El autor no pretende señalar traumas o realizar acusaciones, sino mostrar a adultos y niños que la soledad puede ser el entorno perfecto para jugar con la imaginación y penetrar en otras realidades.

Ende concibe casi todos sus libros como puertas materiales a la fantasía; una idea que lleva a su máxima expresión en La historia interminable. El mismo acto de girar las páginas se convierte en una fórmula mágica para traspasar fronteras. Mientras que otros escritores fabulan sobre esos otros mundos, Ende ofrece además al lector la complicidad de contar en sus manos con el abracadabra que sirve de puente a la dimensión desconocida de la literatura. Una tentación que toca especialmente la sensibilidad de los niños solitarios y de los adolescentes y adultos que recuerdan una infancia similar en la que no contaban con esos instrumentos reales para escapar.


El miedo

Muchos escritores dedicados a la literatura etiquetada como infantil-juvenil han sentido la atracción por el miedo, por las tinieblas y sus criaturas. Si la mayoría ha pasteurizado los fantasmas nocturnos hasta convertirlos en personajes admisibles –ahora se diría “políticamente correctos”-, un ejemplo son las series sobre espectros, ogros, vampiros o brujas de tan horrendo físico como tierno corazón; Ende utiliza el terror de una manera consciente como un rasgo que forma parte de la amalgama de emociones que convierten en humana a la existencia y en atrayente la fantasía literaria. No rehuye el factor miedo, incluso lo convierte en un elemento protagonista en sus obras.

Los “hombres grises” en Momo son metáforas pero también una amenaza concreta, doblemente inquietante por su aspecto convencional, sin las tradicionales deformidades físicas que alertan sobre el lado oscuro de esos seres. No es sólo la presencia física de la amenaza –como Maledictus Oruga en El ponche de los deseos- lo que convierte a Ende en un escritor de literatura infantil diferente, sino también su sinceridad a la hora de no evitar a los lectores más jóvenes las sensaciones más oscuras. Es la frialdad que genera alrededor de los robatiempo de Momo, la forma en que describe la muerte de los “hombres grises” y el terror que genera en estos personajes su volatilización, la escena de terror surrealista que describe en El ponche de los deseos, inspirada en las telas del Bosco, o la angustia de Bastian cuando está a punto de perder la conciencia y la memoria de su otro yo.

En realidad Ende, que con acierto ha sido definido como uno de los representantes del nuevo romanticismo alemán, sólo recupera la tradición tenebrosa de sus antecesores. Aunque se podría discutir la comparación con los hermanos Grimm, que no recopilaron leyendas populares alemanas para el público infantil sino como lectura adulta, es posible relacionar a Ende con los autores del nacionalismo romántico, atraídos por los mundos oscuros. Cuentos como Rapunzel, Blancanieves o Hänsel y Gretel, describen, en sus versiones originales, miedos muy concretos, incluso con morbosa precisión. El creador de Jim Botón y Lucas el Maquinista, tampoco rehuye este lado oscuro de la fantasía humana como en La historia interminable en un lugar en plena decadencia y un terror futuro: la nada.


El tiempo

En casi toda la obra de Ende aparece como una constante el tiempo y las esclavitudes que ejerce sobre el ser humano. Desde el Maestro Hora de Momo, hasta las siete horas y unos minutos literarios que dura El ponche de los deseos –cada capítulo marca el avance de las manecillas del reloj-, el transcurrir del tiempo y sus distintas metáforas se materializa como uno de los principales protagonistas de su literatura. Aunque se podría considerar el uso de este concepto como algo tradicional en los cuentos, en Ende existe una obsesión casi metafísica, quizá relacionada con su interés personal por el surrealismo –su padre era el pintor Edgar Ende-, que ha mostrado siempre una predilección por elucubrar y reflejar en su arte la obligación humana de regir vida y destino por estrictas coordenadas temporales. 

La percepción que tiene Ende del tiempo tiene fuertes connotaciones negativas. Es una referencia omnipresente que sólo la inocencia es capaz de obviar a partir de la ignorancia. Es el antes y el después de la conciencia del poder de aquel extraño artefacto con esfera, dígitos y dos palitos que se mueven hacia un destino desconocido, movidos por una fuerza igual de secreta. Mientras que el artilugio conserva su misterio, la eternidad es una realidad, el siempre jamás de los niños que no son conscientes de los cambios, del pasar, de la muerte, de la necesidad de aprovechar el tiempo perdido, de almacenar recuerdos -¿será ése el motivo de que no se conserve la primera memoria de la vida?-. Cuando el sentido de lo eterno se pierde y se reconoce el mecanismo surge ese molesto reloj de cuco que con diversas formas aparece en la obra de Ende.

De alguna manera lo que el autor de El secreto de Lena –una de las obras con cuco- propone es el regreso a ese estado de inconciencia a través de una lente ecologista. Es la propuesta de fondo que late en Momo: volver a la vida sin tiempo; unas de las posibilidades, la otra es emigrar a Fantasia o refugiarse en Lummerland.


La arquitectura

Otro rasgo de las afinidades de Ende con los surrealistas es su preocupación por la creación de arquitecturas, de geografías construidas. A pesar de que se le considera un autor de mensaje verde, casi toda su literatura transcurre en entornos modificados por la mano del hombre, en ocasiones como reflejo del desastre y otras como un hecho natural. Los apuntes arquitectónicos que mostraba en Jim Botón… pasan a convertirse, en sus obras de madurez, en sofisticados espacios que condicionan atmósferas, que confieren personalidad a los personajes, edifican universos complementarios o antagónicos. 

Momo –por ejemplo- no vive en plena naturaleza sino en un anfiteatro abandonado, en una ruina de la cultura humanizante; el Maestro Hora no se encuentra en una nebulosa abstracta sino en un espacio fantástico pero concreto, diseñado a su medida; los “hombres grises” se fuman la existencia ajena en salas calcadas de las que disfrutan los tiburones de las finanzas en Wall Street; y el brujo de El ponche de los deseos conjura maldades en una villa que podría pertenecer al mundo de Halloween de Pesadilla antes de Navidad.

Pero es en La historia interminable donde Ende desata su imaginación arquitectónica y crea un conjunto de ciudades y construcciones que podrían competir con la exquisitez metafísica de Italo Calvino en Las ciudades invisibles. La Ciudad de Plata, la Ciudad de los Espectros o la misma Torre de Marfil son a la par la materialización de una idea, de un concepto, y también la oportunidad del literato de imaginar urbes imposibles. La comparación con Tolkien, otro gran fabulador de la arquitectura, se resiste, porque Ende no elabora universos completos, no se reinventa la naturaleza, no imagina hasta el mínimo detalle un universo en los límites de lo real. En realidad, su fijación es pura arquitectura; la naturaleza –a pesar de sus adscripciones ideológicas- tiene en su literatura un papel secundario, mas como reivindicación de conciencia que como elemento narrativo o descriptivo.


martes, 14 de abril de 2015

El espejo en el espejo, de Michael Ende: Un paseo por nosotros mismos

Texto: Alberto Muñoz en Fantasymundo
Imagen: Edgar Ende



Ende se centra en ese momento que se produce cuando dos planos de existencia, aunque pertenezcan a un mismo ser, confluyen en una prolongada y fantástica duermevela.

“Cuando dos lectores leen el mismo libro, no es el mismo libro el que leen. Cada uno de ellos sumerge sus pensamientos y relaciones en la lectura, sus experiencias, su imaginación, su capacidad. Se puede decir rotundamente que un libro es un espejo en el que se refleja el lector […] se puede decir igualmente que el lector es un espejo en el que se refleja cada libro”.

Con este párrafo del propio Michael Ende (1929-1995), incluido en la cuidada introducción de Ana Belén Ramospara Cátedra, se definen de manera sencilla, los preceptos que rigen no solo "El espejo en el espejo. Un laberinto" (disponible en FantasyTienda), sino probablemente la totalidad de la obra del autor bávaro; desde "Momo" (1973) o "La historia interminable" (1979) hasta otras menos conocidas como "Jojo, historia de un saltimbanqui" (1982). Con la publicación de "Carpeta de apuntes" (1994), Michael Ende nos dejó entrever, poco antes de su fallecimiento, lo que representaba la literatura para él, el propio hecho de escribir, y la importancia del lector en la recepción de lo escrito. De manera que la propia historia se conforma también mediante el acto de la lectura e, ineludiblemente a través de la propia cosmovisión del que la lee. 

Criado en sus primeros años dentro del ambiente bohemio frecuentado por su padre, el pintor Edgar Ende (1901-1965), el pequeño Michael sufrió también los horrores del alzamiento del partido Nazi, y los posteriores bombardeos aliados. Sin destacar demasiado en sus estudios terminó por estudiar teatro y, además de actuar, escribir varias obras siguiendo la escuela Brechtiana. Llegó a la literatura juvenil casi por casualidad cuando un amigo le propuso realizar un libro ilustrado; de ahí nació "Jim Botón y Lucas el maquinista" (1960). Pero Ende nos dejó también gran número de obras de teatro, ensayos, poemas, y por supuesto, cuentos dirigidos al lector adulto. 

A modo de reunión de aforismos disfrazados de relato, sin moralina patente, esperando pacientemente completarse, es como se nos presenta "El espejo en el espejo. Un laberinto". La recopilación de treinta cuentos desarrollados durante más de una década por Michael Ende podría compararse con un gran rompecabezas donde las piezas se amontonan esperando ser colocadas, pero cuyo estudio previo e individual delata la belleza y el valor inherente de éstas, y su propio acabado sin mácula. Sin necesidad de encajar necesariamente en un todo preconcebido. No en vano, uno de los pilares en que se sustenta el libro se resume en la frase de Ende: “La belleza es, por su esencia, trascendente”.

Esta idea, se relaciona con el recuerdo de las pinturas y grabados surrealistas que su padre realizó durante toda su carrera, con mayor o menor éxito, pero siempre en la línea de provocar la extrañeza y la actividad propia de aquél que contemplara su obra. Además, la edición de Cátedra incluye gran número de reproducciones de la obra de Edgar que la complementan, puesto que padre e hijo utilizan herramientas similares para provocar idénticas reacciones que, a posteriori, pasarán por el tamiz variopinto del receptor aguzado.

A pesar de ello, no puede obviarse que existen una serie de ingredientes que se reproducen a lo largo de los textos aportando una unidad si no formal, que también, de temática subyacente. Así, la magia entendida como fenómenos que traspasan las leyes naturales, la imaginación como bien irrenunciable del ser humano , el humor quizá oscuramente amargo, y la pasión por la belleza como puerta a lo trascendente, son máximas que aparecen ( o quizá encontramos nosotros mismos ) en cada narración. El lector debe predisponerse a ese juego del “eterno infantil”, sin necesidad de renunciar a la visión más crítica durante la lectura, y hallará gran número de senderos que recorrer, ya sean conocidos, ignorados hasta ahora, o recuperados de lo más profundo de su psique. La continua reaparición de objetos, personajes, e incluso de algún escenario de manera tangencial ayuda también, como decía, a crear esa cohesión formal asimismo muy presente en el vocabulario utilizado. Todo ello teniendo en cuenta la escritura, intermitente en el tiempo, de los relatos que componen el volumen.

Resultaría bastante complicado, y sobre todo extenso, hablar por separado de cada uno de los relatos de "El espejo en el espejo. Un laberinto", así que se hace necesario que resulte igualmente apropiado hacerlo como conjunto. Podría decirse que la ausencia de título de los textos (que se indizan a través de la primera frase), y la idea de viaje en círculo que proporciona la ordenación de los mismos, nos facilita la entrada y salida, cual puerta giratoria, a ese mundo onírico y por definición catártico, que muchas veces hallamos en nuestro propio laberinto interno. Quizá no en todos los cuentos, pero en su gran mayoría, la acción se centra en ese momento que se produce cuando dos planos de existencia, aunque pertenezcan a un mismo ser, confluyen en una prolongada y fantástica duermevela.

En definitiva, si estamos dispuestos a habitar estaciones de ferrocarril donde los trenes no parten y las fuentes manan dinero, a convertirnos en marineros cuyo descenso de la cofa se ve interrumpido por un agudo funámbulo en inevitable intersección, cruzar una habitación que resulta un desierto interminable, reflexionar junto a un bailarín en posición tras un telón que nunca se abre, o intentar huir de un laberinto cuya ley reza “solo quien abandona el laberinto puede ser feliz, pero sólo quien es feliz logrará escapar”, sin duda, deberíamos visitar sin falta ese circo creado por Ende cuyo maestro de ceremonias grita a los cuatro vientos:

“No tenemos ninguna intención, ni tan siquiera la de engañarles a ustedes. Nosotros no argumentamos. No queremos demostrar, denunciar, ni evidenciar nada. Sí, ni siquiera queremos convencerles de la realidad de nuestra representación, en caso de que prefieran aceptarla como una fantasía. Puede parecer, damas y caballeros, que no les necesitamos en absoluto, pero no es así.”


miércoles, 8 de abril de 2015

Michael Ende, viajero en el mundo del sueño

Texto: vonhou
Imagen: vonhou



Hace tiempo tuve un sueño, en donde luego de abrir una puerta, encontré a un hombre cómodamente instalado en la sala de estar, quien me dirigió estas enigmáticas palabras: si puedes elegir entre seguir soñando y despertar, sueña. 

Dicha frase quedó fuertemente impresa en mi memoria ya que encierra dos temas recurrentes en la obra de Michael Ende: el libre albedrío y el mundo de las imágenes-sueños; adquiridos en su infancia mediante el trabajo de su padre Edgar Ende y nutridos a lo largo de una constante búsqueda del sentido de la vida, el escritor no en vano se llamó a sí mismo “un vagabundo, como todos los demás juglares y artistas que aspiran a ser todos y nadie”[1]. Estos aspectos, junto al humor, la norma de la belleza y lo maravilloso y misterioso, constituyeron los ejes de su quehacer artístico.

Su noción de arte consistía en extraer las ideas-forma de lo oculto y extrapolarlas al mundo visible con el único objetivo de presentar mundos diversos, mostrar una faceta de la realidad y enriquecer la vida cotidiana. Decir que Michael Ende fue un pintor de palabras no es un concepto muy alejado de la realidad, pues mediante un puñado de letras, como si de pinceladas sutiles se tratara, plasmaba en el papel increíbles paisajes oníricos surgidos de su infatigable mente creativa; de forma por demás curiosa con unas cuantas palabras lograba transmitir el total de la imagen a su lector. 

La historia interminable escapa a los estándares de los cuentos de hadas y constituye un destacado trabajo del escritor alemán, bebe de muy diversas fuentes, no sólo del ámbito literario con autores como Lewis Carrol, Rabelais y Homero; sino también de las artes plásticas tomando inspiración de Hieronymus Bosch, Francisco de Goya y Edgar Ende entre otros; así mismo de corrientes ideológicas como la antroposofía, la cábala y el zen. 

Cuando Michael Ende era catalogado como escritor de literatura infantil, aducía que en todo caso, él escribía para el niño eterno que todos llevamos dentro, no es de extrañar entonces que sea posible identificar abundantes y deliberadas alusiones culturales, puesto que su intención fue escribir un patrimonio cultural de la humanidad y una obra que pudiera ser leída en todos los niveles, podemos decir que su objetivo es el de entablar un diálogo con el mundo interno de cada lector, el ser creativo capaz de compenetrarse con el universo de la imaginación.

Lejos de fomentar una literatura escapista, Ende estaba convencido de que la armonía lograda en el arte y la belleza como un equilibrio entre la realidad externa con la interna, era capaz de crear una cultura universal que beneficiaría enormemente a la humanidad y evitaría su caída en la Nada. 

En uno de sus relatos, recopilados en El espejo en el espejo, Ende habla acerca de la búsqueda de una palabra por los habitantes de las Montañas del Cielo, escribe: “Era precisamente por la que todo se relaciona con todo… el mundo solo se compone de fragmentos que no tienen nada que ver los unos con los otros, esto es así desde que perdimos la palabra. Y lo peor es que los fragmentos se siguen descomponiendo y quedan cada vez menos cosas que guarden relación entre si, si no encontramos la palabra que reúna todo con todo, un día el mundo se pulverizará por completo por eso viajamos y la buscamos”[2]. 

A este respecto, si aceptamos que una de las vertientes por la cual surge la enfermedad mental es que las personas cada vez con mayor frecuencia se ven aisladas de su entorno y crean símbolos privados, perdiendo el sentido de la pertenencia y la cohesión grupal, volviéndose presa fácil de la mecanización y la cosificación del sí mismo, es del todo indispensable, a fin de evitar este proceso de alienación, el renovar nuestro mundo interno, conformado por elementos inconscientes, mitos y símbolos universales, cuya función es el expresar y comprender los contenidos ocultos de la psique, una necesidad tan antigua como el hombre mismo. Es necesario entonces, sumergirse y revitalizarse en la fragua de las imágenes, según diría Roman Hocke [3].

Ende, al pensar que “cada uno se transforma en aquello que busca”[4], es respaldado por Jung al enunciar: “la peregrinación es un andar por caminos sin fin y por esto mismo es al propio tiempo una búsqueda y una transformación”[4]. Enarbolando entonces, el signo del ÁURYN y con él, su máxima rectora, Michael Ende inicia dicha travesía e invita al lector a acompañarlo, convirtiéndose en buscadores de la palabra que reúna el todo con el todo, tal como los personajes de las Montañas del Cielo. 



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[1][3][4] ENDE, Michael, Carpeta de apuntes, Alfaguara, Madrid, 1996, p. 406. 
[2] ENDE, Michael, El espejo en el espejo. Un laberinto, Alfaguara, México, 1998, p. 60-62. 
[4] JUNG, Carl Gustav, Psicología y alquimia, Grupo Editorial Tomo, México 2002, p.101.


martes, 7 de abril de 2015

Crítica de Momo

Texto: Maria del Carmen Horcas López en La diseccionadora de libros



Sinopsis: Momo es una niña con un don muy especial: sólo con escuchar consigue que los que están tristes se sientan mejor, los que están enfadados solucionen sus problemas o que a los que están aburridos se les ocurran cosas divertidas. De repente, la llegada de los hombres grises va a cambiar su vida. Porque prometen que ahorrar tie mpo es lo mejor que se puede hacer, y pronto nadie va a tener tiempo para nada. Ni siquiera para jugar con los niños. Momo es la única que no cae en la trampa, y con la ayuda de la tortuga Casiopea y del maestro Hora, llevará al lector a una aventura fantástica llena de enseñanzas sobre la amistad, la bondad y el valor de las cosas sencillas. En definitiva, sobre lo que de verdad nos hace felices. 

Crítica: «Existe una cosa muy misteriosa, pero muy cotidiana. Todo el mundo participa en ella, todo el mundo la conoce, pero muy pocos se paran a pensar en ella. Casi todos se limitan a tomarla como viene, sin hacer preguntas. Esta cosa es el tiempo. Hay calendarios y relojes para medirlo, pero eso significa poco, porque todos sabemos que, a veces, una hora puede parecernos una eternidad, y otra, en cambio, pasa en un instante; depende de lo que hagamos durante esa hora. Porque el tiempo es vida. Y la vida reside en el corazón» 

A pesar de considerarse una novela infantil, «Momo» es la reflexión- y crítica- personal de Michael Ende -autor de otro clásico de la literatura fantástica, «La historia interminable»- acerca de la concepción y el uso de un concepto tan relativo como es el tiempo. En las sociedades modernas, la necesidad de racionalizarlo conlleva economizar cada segundo, obsesionándonos con obtener el máximo beneficio al igual que los ahorros depositados en un banco. Sin embargo, este atesoramiento no implica disponer de una mayor cantidad que otras personas, sino todo lo contrario. Conforme mayor es nuestra obsesión por atesorarlo, también se incrementa la sensación de estar desperdiciándolo en actividades superfluas que, en realidad, son las que nos permiten disfrutarlo. Actualmente, el tiempo es escaso, nunca tenemos suficiente y siempre deseamos más, aunque no sepamos en que emplearlo cuando finalmente lo obtenemos, básicamente porque hemos olvidado a ser niños. 

El autor alemán desarrolla en esta distopía un conjunto de conceptos metafísicos que, a pesar de orientarse al lector infantil, su moraleja final está destinada a los adultos, y más concretamente a los padres que ya no disponen de tiempo para leer este libro a sus hijos antes de acostarse. 

Michael Ende nos ofrece una pausa en nuestras estresantes vidas basadas en el trabajo y en la acumulación de posesiones materiales para recordarnos la importancia de aquellos detalles que convierten la vida en algo realmente valioso. Para ello, el escritor desarrolla la historia a través de la inocencia de la pequeña Momo, una niña con la capacidad de escuchar a las personas, quien acaba convirtiéndose en la peor amenaza para los hombres grises que pretenden hacerse con todo el tiempo de los hombres. 

En «Momo» apreciamos la influencia de la obra surrealista de su progenitor, Edgar Ende, así como en las experiencias personales del escritor con el régimen nazi. El movimiento artístico inspirado en el dadaísmo aporta un ritmo fluido, proporcionándole la apariencia de un relato narrado con absoluta naturalidad, como un cuento, aunque el destinatario es un adulto tal y como nos desvela el epílogo. De igual forma, permite a Michael Ende realizar un giro narrativo completamente inesperado cuando empieza a introducir elementos oníricos como los hombres grises, la tortuga Casiopea, la casa de Ninguna Parte o el maestro Segundo Minucio Hora que convierten una aparente fábula infantil, así como una a la imaginación en una distopía que, desgraciadamente, tiene grandes paralelismos con nuestra realidad cotidiana. 

Respecto al régimen nacionalsocialista, adviértase la simbología con un gran parecido a la Alemania Nazi. Las viviendas reducidas a bloques de hormigón completamente impersonales, la industrialización de la sociedad, el adoctrinamiento de la juventud para ser de utilidad al régimen, la destrucción de la belleza, la repetición de eslóganes… Es necesario recordar que el propio autor sufrió este fanatismo durante su adolescencia, debiendo abandonar los estudios para alistarse en el ejército y, en especial, la prohibición a su padre de exponer cualquier de sus obras o seguir pintando al considerársele un artista degenerativo. Por esta razón, Michael Ende se sirve de «Momo» para rendirle un emotivo homenaje a través de imágenes dotadas de una belleza pictórica compleja y, al mismo tiempo, efímera. El contraste entre el mundo real dominado por los hombres grises y la libertad atemporal de Ninguna Parte permite enfatizar esta soberbia beldad. 

Además, «Momo» posee un conjunto de personajes, incluyendo la propia protagonista de la novela, bastante completo que permite engloba acorde a su personalidad las diferentes actitudes y comportamientos apreciables en nuestro día a día. Michael Ende no descuida ningún aspecto de la narración y, por consiguiente, nos encontramos con diálogos inteligente, repletos de significado. De hecho, sorprende comprobar la ausencia de la condescendencia que caracterizan a los libros infantiles actuales, estableciendo una conversación de igual a igual con los lectores más jóvenes y, en consecuencia, permitiéndoles comprender los aspectos más complejos de la novela que nos recuerda a la bibliografía de Roald Dahl («Charlie y la fábrica de chocolate», «Matilda») quien nos describía la pobreza o el maltrato infantil. Es decir, Michael Ende no menosprecia la inteligencia de los niños, como solemos hacer con frecuencia los adultos, sino que les concede un merecido protagonismo a través de escenas tan representativas como la primera conversación en el anfiteatro, en la que confiesan su soledad ante la ausencia de sus padres quienes intentan suplirlas con costosos regalos que, en realidad, fomentan la individualidad. 

Por ello, debemos encontrar tiempo en nuestras ajetreadas vidas para leer «Momo», equiparable a otras distopías como«Un mundo feliz» (Aldous Huxley), «1984» (George Orwell) o «El señor de las moscas» (William Golding), con la significativa diferencia de estar orientado al público infantil, pero sin la condescendía de las novelas actuales hacia este tipo de lector. Una novela dotada de una complejidad metafísica y una belleza surrealista atípica dentro del género que nos invita a reflexionar sobre el uso del tiempo en nuestra sociedad moderna, el consumismo o la renuncia a libertad individual. De este modo «Momo» refirma la relatividad del tiempo según la persona y nuestra decisión de, bien atesorándolo o de disfrutarlo conforme no es concedido por la vida –y el maestro Hora-. 

LO MEJOR: Absolutamente todo. 

LO PEOR: No disponer de tiempo para leerla. Los libros infantiles actuales tienden a ser condescendientes con los niños, hasta el punto de que posiblemente la mayoría no posee el nivel de comprensión necesario para comprender la moraleja de «Momo» ante el excesivo infantilismo y sobreprotección. 

Sobre el autor: Michael Ende fue un escritor nacido en 1929 en Garmisch-Partenkirchen (Alemania). Su padre, el pintor surrealista Edgar Ende, le transmitió su rica visión de la realidad y una completa educación artística y humanística. Ende creció con el nacionalsocialismo y padeció la tragedia de la guerra, experiencias que contribuyeron a afianzar el anhelo de belleza, humanidad y armonía que refleja en su mundo de fantasía. Estudió en la Escuela de Teatro de Cámara de Munich y fue actor profesional y crítico de cine. Sus novelas fueron galardonadas con los premios más prestigiosos al tiempo que se convertían en un impresionante éxito editorial y servían de base para películas de gran aceptación popular. Ende murió a los 65 años, el 29 de agosto de 1995.


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